"Sólo basta tomar una decisión, para que el Universo te ponga a prueba" Yo.
lunes, 20 de abril de 2015
... Cortar con cinco en la mano. Quedar en 100 puntos al borde del abismo, a un punto de perder. Mezclar , dar de nuevo y levantar las cartas con la ilusión de tener en la mano los dos comodines. Jugarle a la Vida a todo o nada. Cortar diez veces menos diez, terminar el juego, levantarme, irme exactamente en el sentido contrario. Feliz de haber aprendido. Feliz de haberle ganado a la Vida que se empeñaba en tumbarme. Y no enterarme nunca que la Vida sonríe a escondidas por haberme enseñado ...
jueves, 12 de marzo de 2015
Me pierdo, en las ganas de encontrarte
te busco, como al final de casi todo.
Sos el viento, que me empuja hacia delante.
Sos cabeza, piernas, lengua, brazos, torso.
Eres frío, congelando mis neuronas
también fuego, que me obliga a no acercarme.
Sal y azucar, negro y blanco, ambos polos
Mis pasos de peón, enroque y jaque mate.
Se borra tu cintura de mis manos.
Son piratas, las caricias que inventé
que se meten en el mar de los recuerdos
y naufragan, devorados en por qué.
No me busques, si no quieres encontrarme
No hay presente, a este lado del ayer
Solo sombras, que se cuelan en la carne
solo sueños, que juraba merecer.
lunes, 4 de agosto de 2014
Diez cuadras al Cielo
Quizás fue la bocina. O el aleteo de una paloma asustada que aterrizó en el macetero de mi ventana. O el portazo de mi vecina, seguido del grito de su madre intentando avisarle, y a todo el edificio, que su hija había olvidado algo que no llegué a escuchar. O quizás fue todo junto. Ahora mismo no lo sé. Lo que sí sé, es que me levanté de un salto, con el corazón dando golpes en el pecho y la frente sudada, la sensación de un mal sueño y la boca seca. Me volví a acostar, el reloj en la mesita de luz avisaba que faltaban veinticinco minutos para levantarme.
Hoy sería un gran día. Debía presentarme a mi nuevo trabajo. Seguramente era éso lo que me tenía preocupado. Mis pulsaciones estaban aceleradas, la piel sudada y las sábanas se me pegaban al cuerpo. ¿Qué había estado soñando? Tenía la respuesta en la punta de la lengua, pero se me borraba cada vez que sentía que la respuesta llegaba a la superficie. Me destapé, no podía dormir, daba vueltas en la cama para que el sueño vuelva. Cerré los ojos y empecé a contar. Diez, mi cabeza relajando, los músculos de mi cara descansando, mis preocupaciones no importan ahora. Nueve, mis hombros y brazos se vuelven pesados como cemento. Ocho… era imposible. Abrí los ojos sabiendo que no me iba a volver a dormir. Giré hacia la derecha y recorrí entera la cocina de mi departamento. Los platos de ayer en la bacha, poniendo en jaque a mi voluntad de hacer. Como dijo una vez un tío “los solteros, al revés que todos, no lavan los platos después de comer, sino antes”, cuánta razón tenía. Con un poco de atención, pude escuchar la canilla goteando sobre un repasador que ubiqué debajo la noche anterior para amortiguar el ruido. No pude dejar de escuchar el clop, clop, clop hasta mucho tiempo después, al salir del departamento. Separado de la cocina por una estantería repleta de libros, la mayoría inútiles de mi época de estudiante de contabilidad, estaba la puerta. Y en la puerta, colgando en un gancho que yo mismo había instalado, torcido, el saco y el maletín me esperaban. Una mesa redonda, cuatro sillas plegables, un paquete de galletitas por la mitad, con un nudo arriba para que no se humedezcan, una taza con el saquito de té puesto, un cuadro horrible en blanco y negro de un hombre pasando de la luz a la sombra a través de un marco, colgaba en la pared. Era lo único que había en ese departamento cuando lo alquilé. Quedó ahí por cábala, se había vuelto parte de esa pared. Las pocas personas que me visitaron, se quedaban varios minutos mirándolo.
-¿Qué crees que significa?- había preguntado mi viejo una vez.
-Que el tipo que vivía antes que yo tenía mucho tiempo libre- contesté sentado desde la cama.
-No, hablo en serio- rascaba su barbilla como si ese gesto lo ayudara a dilucidar o a conectar con el alma artística de una persona que vaya uno a saber dónde estaba –a mí me llama mucho la atención.
-Por lo que veo, más que yo, viniste hace quince minutos y hace diez que estás ahí parado viendo un dibujito- todas las conversaciones con mi viejo sacaban mi parte ácida. Estaba en mi naturaleza atacarlo.
-Claro, porque vos me llamás para saber cómo estoy ¿no? Siempre es por plata, o por plata, y a veces hasta por plata. ¿Y a que no adivinás por qué estoy hoy acá?- obviamente tenía a quien parecerme.
-Esperá, dame dos minutos, creo que si me pongo al lado tuyo a ver ese puto cuadro, se me va a ocurrir la respuesta.
Pasaron varios segundos, largos, eternos, hay vidas que duran lo que duró ese silencio.
-Lo siento- completé.
Giré hacia la izquierda, ese cuadro de mierda me traía recuerdos desagradables. El ventanal ocupaba casi todo el costado, tenía cortinas de color blanco mate que no permitían pasar una gota de sol. Eran un regalo de la vieja, estaba prohibido quitarlas. No recuerdo en qué momento cerré los ojos.
Ocho y treinta y cinco mostraba el reloj. Di media vuelta en la cama decidido a seguir con mi sueño, y al mismo tiempo caí en la realidad.
-Ocho y media- grité – ¡ay carajo! Linda presentación, llegar tarde el primer día.
Salté de la cama y en el aire busqué con la mirada el pantalón y la camisa que estaban prolijamente colgados en una silla delante de la puerta del baño. Me lavé la cara, los dientes y me mojé el pelo, todo al mismo tiempo. Arranqué el pantalón y la camisa de la silla y seguí con pasos largos hasta el saco y la corbata en la puerta. Busqué un par de medias en el cajón que les correspondía pero todas tenían colores diferentes. Conté trece medias hasta hallar dos azules del mismo tono. Un zapato en el ropero y el otro tres minutos después debajo de la cama. ¿Qué hacía ahí?
Ocho cuarenta y cinco en el reloj, y lo maldije mientras encaraba hacia la puerta. Llaves, billetera, pañuelos descartables, todo listo, creo que no olvido nada. Cerré la puerta del departamento mientras veía como la del ascensor hacía lo mismo, pero con Marta, la loca de al lado, y Candela, la vecina del piso de arriba que estaba más buena que fin de semana largo, adentro. Mi día no mejoraba. Los tres pisos por las escaleras los bajé de a cuatro escalones, en el primer piso casi me llevo puesta a Patricia, la vecina del primero B que volvía del súper chino con su carrito lleno hasta los bordes.
-Cuidado muchachito, vas atropellar a alguien- dijo con gesto duro mientras apoyaba sus puños a cada lado, en lo que alguna vez fue su cintura.
-Llego tarde- dije desde el piso de abajo.
Al final de la escalera me esperaba el cielo. Al lado de la puerta estaba Candela nuevamente. Llevaba puestas unas botas negras de cuero, pantalón de vestir gris topo, una camisa blanca y un saco negro de pana. Revolvía dentro de su bolso buscando algo. Sacó un estuche con unos anteojos de sol que le quedaban fatales. Se había cortado el pelo, y tenía que haber sido el sábado por la tarde, porque cuando la crucé por la mañana de ese mismo día, lo llevaba igual que siempre, un dedo por debajo de los hombros, y ahora ni siquiera le llegaba. La crucé cuando salía a correr, como cada sábado, y yo recién me levantaba e iba a desayunar al café de la esquina. Un café chico y una medialuna de grasa que generalmente se convertía en tres y luego en tres más de manteca. El por qué de mi rutina fue la necesidad de encontrar un trabajo decente en las páginas de los tres principales diarios que Ramón, el mesero, me acercaba cada sábado. Al principio, un café y una medialuna era un precio extremadamente bajo para las dos horas y tres diarios en los que ocupaba una mesa. Luego, cuando conseguí fondos del bolsillo paterno, con la media docena de facturas, el café que a veces eran dos, y la propina, salíamos empatados.
Y allí estábamos, Candela y yo, cruzándonos dos veces esa mañana, como si el destino me obligara a saludarla
-Hola- dije con un hilo de voz. Ella sólo levantó la vista y movió los labios sin emitir sonido, estaba preocupada -¿Qué pasa, mal día?- pregunté, con miedo de entrometerme de más, pero sin valor para no seguir.
-Reunión importante- dijo, secamente, mientras se arreglaba el flequillo contra su reflejo en un espejito pequeño y redondo que volvió a esconder en su bolso de mano.
Bajamos juntos los cinco escalones hasta la vereda, hizo una pose de tapa de revista de moda, una mano en la cintura y el otro brazo estirado hacia abajo con la palma hacia delante, siguió
-¿Qué pensás, estoy muy formal, doy demasiado seria?- estaba realmente preocupada- Se supone que debería estar formal, pero no tanto, y casual, pero no tanto, estuve a punto de ponerme un vestido yun jogging abajo pero…
-Te hubiese quedado genial- corté yo, y me reí como un idiota ante su atenta mirada clavada en mi rostro –Estás brutal así, seguro los dejás con la boca abierta.
Por fin sonrió, satisfecha. Se dio media vuelta y echó a andar, me saludó de espaldas con una mano por encima de su hombro. Yo no quería que se fuera, y me equivoqué al gritar
-Te queda genial el nuevo corte de pelo- pero ella ni siquiera escuchó, o no quiso escuchar. La relación con mi vecina es así, la interacción entre nosotros empieza y termina cuando a ella se le antoja, y éso, a mí, me tiene loco. Ya va siendo hora de que empiece a salir el sol en mi vida. Y no me equivocaba, nunca le hice caso a los pronósticos, pero hoy, que anunciaban fresco por la mañana, y que yo me había puesto el saco por las dudas, el sol decidió brillar en septiembre como si fuese mitad de enero. Y me acordé que llegaba tarde al trabajo, y me acordé que era el primer día, y me acordé el énfasis que habían puesto en la entrevista con el tema “horarios”. ¿Con qué necesidad? Empezó mi carrera contra todo, diez calles, gente, semáforos, autos, motos, bicicletas. Lo que sea que se interpusiera en mi camino. Creo que iban dos cuadras cuando la camisa se terminó de empapar. El maletín aumentaba su peso a cada cuadra y a cada choque contra el cuerpo, la bolsa, el casco, la pierna del que se me cruzara. En cuatro cuadras había pedido perdón más veces que en toda mi vida.
Nunca le hice caso a los pronósticos, pero hoy, que anunciaban fresco por la mañana, y que yo me había puesto el saco por las dudas, el sol decidió brillar en septiembre como si fuese mitad de enero. Y me acordé que llegaba tarde al trabajo, y me acordé que era el primer día, y me acordé el énfasis que habían puesto en la entrevista con el tema “horarios”. ¿Con qué necesidad? Empezó mi carrera contra todo, diez calles, gente, semáforos, autos, motos, bicicletas. Lo que sea que se interpusiera en mi camino. Creo que iban dos cuadras cuando la camisa se terminó de empapar. Parece a propósito, nunca había visto tanta gente en la calle. Más que caminar, esquivaba par adelante. El maletín aumentaba su peso a cada cuadra y a cada choque contra el cuerpo, la bolsa, el casco, la pierna del que se me cruzara.
En cuatro cuadras había pedido perdón más veces que en toda mi vida. Cinco cuadras, queda la mitad más corta. Ni siquiera me animaba a chequear el reloj. Suponía que eran menos cinco, con viento a favor. Viento era lo que me hacía falta en ese momento. Aunque sea una brisa, algo de aire, el soplido cansino de alguno que me diera de lleno para bajar un poco mi ahogo. Seis cuadras, y pensar que cuando probé el primer cigarrillo había dicho –no me gusta- y lentamente se había transformado en un paquete y medio por día. Cuando no dos. Es un presupuesto, y ni pensar en que es humo recorriendo las vías respiratorias. Mil veces prometí que lo iba a dejar. Cuando termine esta caja, continuaba la frase. Pero era imposible, cuando por fin juntaba valor para pasar por un kiosco y no parar a comprar, se materializaba un cumpleaños, una cena, un almuerzo, una reunión, lo que sea para que aparezca un amigo y saque del bolsillo un atado nuevo, estire la cintita roja y le saque el plástico que lo envuelve. Si hay algo que me gusta del cigarrillo, aparte de fumar, es el olor que tiene la caja llena. Me recuerda a mi abuelo, Imparciales.
Siete cuadras, sólo tres hasta la oficina. El maletín llevaba adentro un elefante y el saco piedras en los bolsillos, dos veces en esa cuadra pensé en dejarlos contra el tacho de basura. Pero seguí. Dos metros para la esquina y el semáforo de verde a amarillo, gente que se apura a cruzar y yo que empiezo el trote para llegar con los últimos. De reojo vi que el conductor del Volkswagen gol en primera fila refunfuñaba y golpeaba el volante con el puño cerrado.
Cuadra número ocho, mi pensamiento seguía clavado en el conductor del gol y su ínfima paciencia. ¿Qué era lo que nos llevaba a estar sulfurados desde tan temprano? En todo caso debería ser yo el enojado, que desde las siete de la mañana que estoy luchando contra el universo que pretende que no llegue a tiempo al laburo. Y éso por pensar en el presente, porque si empiezo a recordar. Hace varios meses que busco trabajo y no encuentro nada. Hoy con el secundario completo ni empezás a hablar. Al que no siguió ninguna carrera porque le importa poco el papel tamaño A4 con el nombre pegado en la pared, le piden el título. Y al que se mató estudiando para “ser alguien” y tiene por fin su A4 con el nombre, le piden experiencia. Y ojo, que tus notas sean buenas también, nada de puros cuatro. Yo, con veintitrés cumplidos, me apena no haber encontrado una carrera que me llene, pero me alegra no haber seguido lo mismo que mi viejo solo por la presión familiar.
Cuadra nueve, ¿en qué momento había cruzado? A veces me pasa que miro para atrás y siento que me teletransporté, o el cerebro se apagó, por lo menos en lo que respecta al mundo exterior. La última vez que hablé con mi viejo me negué rotunda y definitivamente a laburar en su estudio. Le dije que era capaz de conseguir por mi propia cuenta un trabajo digno. Que no era necesaria su ayuda en ninguna forma. Sin embargo, los últimos dos meses me había bancado el alquiler, y las tarjetas, porque yo estaba en menos uno. Prometo que te lo devuelvo en cuanto consiga trabajo, dijo mi orgullo. Pobre viejo, nunca supo decir que no.
Cuando volví a la realidad estaba pisando la última calle, era el único cruzando y veía como, en la otra vereda, se apuraban a llegar. El tiempo comenzó a correr en cámara lenta. Miré el semáforo, y me respondió verde. Los sonidos se volvieron lejanos, como si me hubiese metido tan dentro de mi cuerpo que el afuera estuviese ahora a kilómetros de mi yo más mío. Sólo corrí. Una frenada a lo lejos, un choque, ruido a plástico y vidrios rotos, varios gritos y yo que pisaba nuevamente la vereda de la cuadra número diez.
Lo había logrado, quizás cinco minutos tarde. Pero había llegado. Entre tanta gente divisé el cartel de la empresa tan esperado. No tuve el valor para frenarme a ver qué había pasado, seguí. Este era mi cielo. Incluso ya ni siquiera sentía calor, llegar me había dado una dosis de tranquilidad. Estaba ligero como una pluma, era como si me deslizara por las veredas. Incluso pude sentir el aleteo de un pájaro que salí disparado del único árbol de la cuadra. Un gato que hurgaba en la basura me miró directo a los ojos. Una mirada fría, penetrante, dura, inquisidora. Me corrió un escalofrío y tuve que desviar la vista. El gato volvió a lo suyo. Seguí caminando, pero las preocupaciones me habían abandonado. De todos modos, ya llegaba tarde. Ya no importaba el trabajo, ni las deudas, ni el despertador, ni la vecina, ni la gente, ni el calor, todo se volvió efímero. En realidad, todo el tiempo lo fue, solo que me hice consciente de esa verdad.
Estaba a mitad de camino de un razonamiento cuando la persona que caminaba hacia mí, con su bonito saco negro, cigarrillo en la boca y sus profundos ojos azules clavó su mirada a la altura de mis ojos, pero sin verme, y siguió caminando como si yo no existiera. A medio paso de chocarnos, lo único que pude hacer fue levantar mis brazos para amortiguar el golpe, y corrí la cara. Y pasó una eternidad. Y la colisión no sucedió. Y giré la cabeza y abrí los ojos. Y la persona ya no estaba, giré sobre mí y lo vi alejarse como si nada. No esperaba mucho, pero un –lo siento, no te vi- todavía no cotiza en bolsa. Y me quedé renegando conmigo mismo sin darme cuenta que la gente en aquella vereda estaba atravesándome de cuerpo entero sin chocarme. Y cuando me di cuenta de eso, comencé a sentir, tristeza, alegría, amor, odio, rencor, dolor, enfermedad. Cada persona me mostraba un aspecto diferente. Me paralicé. Sólo uno de los que pasó a través de mí se volteó, como si yo estuviera todavía ahí, en alguna extraña forma. Corrí, alejándome de la oficina, esquivando a las personas que podía, atravesando a las otras.
Corrí tan rápido como me era posible, y al llegar a la primera esquina, vi gente amontonándose, los autos quietos, un choque, una ambulancia que se abría paso entre todos. Ahí mismo, Candela, miraba hacia el centro de la escena con la boca abierta, se llevó la mano a la boca, el bolso resbaló por su brazo y cayó al piso. Una persona tirada en el piso con mi maletín al lado. Bajé la vista hasta mi mano derecha que todavía apretaba fuertemente y comprobé que ya no lo llevaba. La luz invadió la escena. El todo se volvió nada. Y otra vez el todo, pero esta vez, comprimido a un punto.
domingo, 22 de junio de 2014
Los Invisibles.
-Alberto, ¿sos vos?- su cara estaba repleta de asombro y los
ojos casi se salían del hueco.
-No sé quién es Alberto, basta, déjeme pedir tranquilo- Bajó
su mirada con vergüenza, y sus manos, que hasta ese momento se encontraban a la
intemperie en forma de hueco contenedor de monedas, se archivaron en los
bolsillos de un camperón negro, gastado, agujereado, con el que intentaba cubrirse del frío y el
viento.
-Alberto, vamos, soy yo, Manuel- apoyó la mano en el hombro
del vagabundo y este lo quitó con el brazo evitando tener que volver a mirarlo.
-No cree que tengo bastante ya con tener que pedir de esta
forma como para encima venir a molestarme. Lárguese. Ya pasaron cinco personas
y quizás alguna me hubiera dado algo, pero como usted está aquí, piensan que he
hecho algo malo.
-Tienes razón, he sido un tonto, ven conmigo, déjame
remediar mi torpeza invitándote el desayuno.
Fueron las palabras
mágicas. Por un momento, Alberto recordó lo que se sentía desayunar todos los
días, un trabajo al cual llegar, una paga a fin de mes, una familia. Un hogar
tibio al cual llegar exhausto luego de un día agotador en la oficina. Su boca
se llenó de saliva ante la posibilidad del desayuno compartido. Tragó, y sintió
cómo, la saliva, recorría la garganta, el esófago, y caía por el precipicio
hasta el estómago vacío. Al mismo tiempo, una lágrima se formó en el ojo
derecho, porque las demás las aguantó y no permitió que se formaran. Se limpió
con la manga y levantó la vista.
-Vamos Manuel, me has descubierto, pero no juegues con el
hambre de un pobre hombre, por lo que veo, vistes de servicio y no puedes
cumplir con lo que acabas de prometer- En efecto, Manuel era policía, y estaba
vestido como tal.
-Acabo de terminar, estaba volviendo a casa, pero dadas las
circunstancias de este encuentro, me parece mejor idea desayunar antes de
llegar. Ven conmigo- estiró la mano, tomó la de su amigo y lo obligó a
levantarse.
-Caminemos hasta la esquina, conozco al dueño del bar y no
nos molestarán- dijo Manuel observando a su amigo de pies a cabeza como a un
bicho raro y desagradable.
Alberto no
respondió, casi que lo entendía. El hubiese dicho lo mismo hace menos de dos
semanas, cuando su vida era tan o mejor que la de su amigo. Una sola persona
cruzaron en esos treinta metros, y cuando estaba a cinco pasos de Manuel y
Alberto, se alejó como si tuviesen una enfermedad contagiosa que se transmite
por la cercanía de los cuerpos. Manuel no se dio cuenta de nada, Alberto
refunfuñó y pensó en que la vida te enseña a sobrevivir bajo las condiciones
que sea, mientras uno esté dispuesto a aprender. En solo dos días en la calle
reconocía a cinco metros de distancia quiénes le dejarían dinero y quiénes no,
incluso había llegado a adivinar cuánto le dejarían. Una cosa le sorprendió de
la calle, y fue su distracción por cierto tiempo hasta que descubrió su por qué
¿qué había provocado la disminución constante de su recaudación solidaria cada
día? Su primer día de calle había juntado el ochenta por ciento de lo que
ganaba trabajando, nada mal para una persona que ya no debe préstamos, ni
servicios, absolutamente nada. El segundo el setenta y seis, el tercero el
cincuenta y cuatro, y así fue bajando hasta los últimos días, en los que la
recaudación oscilaba entre el cinco y el diez por ciento de su sueldo como
persona activa. Pensó y pensó, se rompió
la cabeza tratando de entender qué hacía que baje el dinero en su mano,
entendió que no sobreviviría si no encontraba la razón. Pensó que la culpable
era la economía nacional, que seguía cayendo sin tocar fondo todavía. Luego
cambió su teoría y lo relacionó con que si él estaba siempre en el mismo lugar
a la misma hora, las personas que lo cruzaban también eran las mismas, y
comenzó a cambiar los horarios y los lugares en los que pedía, pero tampoco. Y
lo entendió en el cambio paulatino de los rostros que cruzaban por delante de
él, en la distancia cada vez mayor que lo separaba de la sociedad, en las
miradas inocentes de los chicos, que no tienen maldad y por eso no mienten.
Cuando quedó en la calle, Alberto vestía como una persona bien, clase media,
jean, pullover azul y campera marrón de cuero, zapatos negros y un bolso oscuro
en el que tenía dos mudas de ropa completas. Incluso llevaba una cartuchera con
lápices y un cuaderno en el que a veces dibujaba para pasar el tiempo cuando en
la calle no había un alma. Con un cartón se había hecho un cartel que decía
“Tan sólo por las monedas que llevas en el bolsillo, te sentirás una buena
persona por el resto del día”, y lo había colocado entre sus piernas para que
todos lo vieran al pasar. Lo recaudado, menos la cena, lo envió por correo a su
mujer y su hija que habían marchado al norte del país a vivir con parte de la
familia de ella que todavía no había sido afectada por la crisis. El segundo
día fue casi tan bueno como el primero, por lo que esa misma noche le robaron
el cartel. Odió a los vagabundos, a todos, incluyéndose.
El desmoronamiento
de su vida había sido tan rápido y repentino, que ni siquiera había podido
verlo hasta que lo golpeó de lleno en el rostro, dejándolo inconsciente en los
primeros segundos del primer round. Una noche volvió del trabajo informado de
que estaba despedido, nada personal, había dicho el supervisor directo, sólo
reducción de nómina, y como eres uno de los más nuevos, te ha tocado a ti. El
dinero por el despido les sirvió para seguir viviendo al mismo ritmo por dos
meses, en los que intentó conseguir un empleo tan bueno como el primero, e
incluso llegó a desechar algunos menores porque “no estaban a su altura”. Qué
ironía. Un día despertó sin su mujer en la cama, sólo una nota que decía que
marchaba al norte, a casa de su hermano, que estaría encantado de recibirlas. A
Alberto no, claro, luego de su pelea de fin de año, con toda la familia reunida
y el pedante borracho hasta las muelas de su cuñado dando cátedra de cómo todos
tenemos la posibilidad de volvernos ricos, y que si no lo hacemos es
simplemente porque no queremos. Qué idea tan genial. Alberto había explotado,
el país se caía a pedazos y arrastraba a la gente consigo, y este idiota le
echaba la culpa a los que menos tienen. Incluso recordarlo le hervía las venas.
Nadie pudo levantarlo del abandono de su mujer, y sobre todo de su niña. El
alquiler no se volvió a pagar y lo echaron a patadas de la vivienda a los pocos
días, sólo le quedó el bolso con ropa que se había preparado para la ocasión.
Cada día fue peor que
el anterior, y tuvo que vender su campera, sus zapatos, su jean, el bolso,
todos los días conseguía enviarle algo de dinero a su mujer, junto con una
carta en la que prometía ir a buscarlas, pronto. En la segunda semana no
escribió más, porque tampoco pudo enviarles dinero, porque tampoco le quedaba
nada por vender. La única pertenencia era un pantalón de jogging azul, las
zapatillas puestas, una remera blanca y la campera negra que nunca se sacaba.
Su vida era una miseria, y lo peor era que no parecía que pudiera salir,
incluso cada día se sentía más hundido en esa veta oscura de la sociedad, los
invisibles, apenas visibles, los esquivados, los últimos, los que estorban el
progreso.
Entonces, ¿por qué
caía su recaudación desde que había entrado en situación de calle? Porque era
directamente proporcional con la distancia que había entre su imagen y la de
las personas con plata en los bolsillos. En dos semanas había pasado de ser un
hombre clase media que cayó en desgracia y con el que la gente se sentía
identificada (vestía bien, olía casi bien, era educado y en su cartel había
razón y no había faltas de ortografía) a ser un vagabundo más, un invisible más
al que se le da algo cuando tienes la conciencia muy sucia, cuando te mira a
los ojos y te sientes elegido, cuando no tienes otra opción, cuando tu novia
nueva lo mira con tristeza, cuando una madre quiere enseñarle al niño un poco
de amor por los demás.
En la esquina el bar
que Manuel había mencionado, llegaron a la puerta. Estaba repleto de gente,
sólo una mesa en el medio de todo el salón. Alberto quería que la tierra lo
tragase, pero ya. Abrieron la puerta y entraron. Cada persona de cada mesa de
aquel lugar, se volvió hacia ellos. Algunos se taparon la boca, otros guardaron
su billetera, otros se quedaron mirándolos un buen rato. Alberto pensó que
quizás no tenían miedo de que él les robe, sino su amigo el poli, y se rió por éso.
Caminaron hasta la mesa libre y se sentaron. Dos segundos habrán pasado hasta
que llegó el dueño del lugar.
-¿Qué haces Manuel? Estás loco ¿cómo vienes con una persona
como ésta a mi bar?, ¿quieres que me quede sin clientela?- el hombre estaba
furioso, pero hablaba por lo bajo, no quería quedar como un discriminador
frente a todos los presentes, pero tampoco quería a aquella dupla sentada ahí.
Alberto no escuchó
más, otra vez se había vuelto invisible. Solo se paró, y caminó hasta la puerta, salió del lugar y se sentó en la vereda de al
lado. A los cinco minutos salió Manuel con unos tostados y dos café con leche
en vasos de plástico. Se sentó a su lado. Alberto comió y tomó todo, incluso la
mitad del café con leche que a Manuel se le había enfriado. No hablaron una
sola palabra más hasta el momento de la despedida.
-Bueno Alberto, debo marcharme ya. En casa se preocuparán si
no llego- se notaba en su voz que quería largarse de aquella vereda cuanto
antes, y que al mismo tiempo se sentía mal por pensar así.
-No te preocupes Manuel, y muchas gracias por la visita-
dijo Alberto con la mirada clavada en una niña de unos nueve años, como su
hija, que llevaba un globo rojo en la mano e iba acompañada de su madre.
Manuel se levantó y
echó a caminar hasta la parada del colectivo que lo llevaría a su casa.
Seis semanas después
de aquel encuentro, en la misma cuadra, Manuel iba en el patrullero, y sus
miradas se cruzaron por una fracción de segundo. Ambos levantaron sus manos y
las agitaron en el aire, Manuel saludaba sólo por compromiso, Alberto pedía
rescate urgente. Hasta el día de hoy no han
vuelto a cruzarse.
viernes, 6 de junio de 2014
En tus ojos
¿Cuánta distancia
tendré que soportar?
antes de quebrarme
y sin excusas, ir a buscar
A la mujer
que un día vi en tus ojos
con esas ganas de quererme y no poder
a los besos que tiraste y yo recojo
a esos sueños que soñaste con tener
Al olvido
no le gusta recordarte
y la esperanza
no se cansa de perder
al deseo
no le importa si te importo
y a mi fuerza
le hace falta tu querer
Es mi sueño
el que busca realidad
y mi vida
una razón para escapar
De la mujer
que un día vi en tus ojos
de mis ganas de quererme y no poder
de los besos que tiraste y yo recojo
de los sueños que soñaste con tener
Sé que amarte
solo puede hacerme daño
pero entonces
poco a poco moriré
Por la mujer
que un día vi en tus ojos
de las ganas de quererte y no poder
busco besos que tiraste y los recojo
sueño sueños que perdiste por perder.
lunes, 2 de junio de 2014
lunes, 21 de abril de 2014
La soledad del naranjo.
Escuché el ruido del picaporte, y la puerta abriéndose después. No sé quién estaba detrás para recibirnos. Tenía la mirada clavada en mis zapatos negros, lustrados hasta el cansancio con pomada y lágrimas. No necesitaba levantar la vista, conocía aquella casa de memoria. Mamá y papá entraron primero y yo los seguí, saludé a todos los que saludaron, pero no retuve ninguna cara, ninguna voz. Aunque mi cuerpo estuviese allí, mi mente había viajado muy lejos, tratando de encontrar a la única persona que valía la pena encontrar. En vano.
Me cansé de seguir a mis padres y decidí sentarme contra la ventana de la sala de estar, mirando hacia el patio de la casa. Afuera estaba la tía Hilda, columpiando a su hijo menor, Sebastián. Me saludó con la mano en el aire pero me hice el distraído. No tenía ganas de querer a nadie. Y pensé que esa sensación iba a durar para siempre.
Sentí una mirada perforándome la nuca, quizás daba pena el cuadro del niño solo contra la ventana de aquella habitación tan llena de silencios. Quizás por éso decidió acercarse y se sentó a mi lado. Yo no lo miré en ningún momento. Al cabo de unos minutos, que me parecieron eternos, se levantó y se fue. ¿Estaba siendo muy duro con los que me rodeaban?, peor hubiese sido forzar mis niveles de sociabilidad falsamente.
Me pregunto si soy el único que va a extrañarla. Pero hablo de extrañar de verdad. No como la mayoría de los presentes. Es triste enterarme de la partida de un ser querido por las discusiones de quién se queda con qué. "Porque la vieja, en cualquier momento..." decía mi padre, y complementaba la frase moviendo la mano y apuntando con el dedo índice hacia arriba. Mi madre, a veces lloraba. Pero no por cariño, sino por el momento que debía pasar entre los hermanos, discutiendo por el reparto de las cosas. Ella no había vuelto a pisar la casa luego de la muerte de su padre. Y había cambiado el hábito de la visita por un vaso de whisky que muy pocas veces se encontraba vacío. Hoy no sería la excepción.
Volví a la ventana y vi el naranjo en medio del patio, sus frutos estaban casi maduros, pero estaba seguro que aún no se habían atrevido a arrancar ninguno. La abuela no lo hubiese permitido. "No hasta que pase la primera helada" habría ordenado. Qué triste va a sentirse ese árbol sin sus caricias, sin sus charlas, sin su compañía. No creo que vuelva a dejar sacarse naranjas dulces nuevamente.
Por primera vez en mucho tiempo, supe que alguien compartía mi tristeza. Ya no estaba solo.
Me cansé de seguir a mis padres y decidí sentarme contra la ventana de la sala de estar, mirando hacia el patio de la casa. Afuera estaba la tía Hilda, columpiando a su hijo menor, Sebastián. Me saludó con la mano en el aire pero me hice el distraído. No tenía ganas de querer a nadie. Y pensé que esa sensación iba a durar para siempre.
Sentí una mirada perforándome la nuca, quizás daba pena el cuadro del niño solo contra la ventana de aquella habitación tan llena de silencios. Quizás por éso decidió acercarse y se sentó a mi lado. Yo no lo miré en ningún momento. Al cabo de unos minutos, que me parecieron eternos, se levantó y se fue. ¿Estaba siendo muy duro con los que me rodeaban?, peor hubiese sido forzar mis niveles de sociabilidad falsamente.
Me pregunto si soy el único que va a extrañarla. Pero hablo de extrañar de verdad. No como la mayoría de los presentes. Es triste enterarme de la partida de un ser querido por las discusiones de quién se queda con qué. "Porque la vieja, en cualquier momento..." decía mi padre, y complementaba la frase moviendo la mano y apuntando con el dedo índice hacia arriba. Mi madre, a veces lloraba. Pero no por cariño, sino por el momento que debía pasar entre los hermanos, discutiendo por el reparto de las cosas. Ella no había vuelto a pisar la casa luego de la muerte de su padre. Y había cambiado el hábito de la visita por un vaso de whisky que muy pocas veces se encontraba vacío. Hoy no sería la excepción.
Volví a la ventana y vi el naranjo en medio del patio, sus frutos estaban casi maduros, pero estaba seguro que aún no se habían atrevido a arrancar ninguno. La abuela no lo hubiese permitido. "No hasta que pase la primera helada" habría ordenado. Qué triste va a sentirse ese árbol sin sus caricias, sin sus charlas, sin su compañía. No creo que vuelva a dejar sacarse naranjas dulces nuevamente.
Por primera vez en mucho tiempo, supe que alguien compartía mi tristeza. Ya no estaba solo.
Fin.
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