lunes, 4 de agosto de 2014

Diez cuadras al Cielo

Quizás fue la bocina. O el aleteo de una paloma asustada que aterrizó en el macetero de mi ventana. O el portazo  de mi vecina, seguido del grito de su madre intentando avisarle, y a todo el edificio, que su hija había olvidado algo que no llegué a escuchar. O quizás fue todo junto. Ahora mismo no lo sé. Lo que sí sé, es que me levanté de un salto, con el corazón dando golpes en el pecho y la frente sudada, la sensación de un mal sueño y la boca seca. Me volví a acostar, el reloj en la mesita de luz avisaba que faltaban veinticinco minutos para levantarme. 
  Hoy sería un gran día. Debía presentarme a mi nuevo trabajo. Seguramente era éso lo que me tenía preocupado. Mis pulsaciones estaban aceleradas, la piel sudada y las sábanas se me pegaban al cuerpo. ¿Qué había estado soñando? Tenía la respuesta en la punta de la lengua, pero se me borraba cada vez que sentía que la respuesta llegaba a la superficie. Me destapé, no podía dormir, daba vueltas en la cama para que el sueño vuelva. Cerré los ojos y empecé a contar. Diez, mi cabeza relajando, los músculos de mi cara descansando, mis preocupaciones no importan ahora. Nueve, mis hombros y brazos se vuelven pesados como cemento. Ocho… era imposible. Abrí los ojos sabiendo que no me iba a volver a dormir. Giré hacia la derecha y recorrí entera la cocina de mi departamento. Los platos de ayer en la bacha, poniendo en jaque a mi voluntad de hacer. Como dijo una vez un tío “los solteros, al revés que todos, no lavan los platos después de comer, sino antes”, cuánta razón tenía. Con un poco de atención, pude escuchar la canilla goteando sobre un repasador que ubiqué debajo la noche anterior para amortiguar el ruido. No pude dejar de escuchar el clop, clop, clop hasta mucho tiempo después, al salir del departamento. Separado de la cocina por una estantería repleta de libros, la mayoría inútiles de mi época de estudiante de contabilidad, estaba la puerta. Y en la puerta, colgando en un gancho que yo mismo había instalado, torcido, el saco y el maletín me esperaban. Una mesa redonda, cuatro sillas plegables, un paquete de galletitas por la mitad, con un nudo arriba para que no se humedezcan, una taza con el saquito de té puesto, un cuadro horrible en blanco y negro de un hombre pasando de la luz a la sombra a través de un marco, colgaba en la pared. Era lo único que había en ese departamento cuando lo alquilé. Quedó ahí por cábala, se había vuelto parte de esa pared. Las pocas personas que me visitaron, se quedaban varios minutos mirándolo.
-¿Qué crees que significa?- había preguntado mi viejo una vez.
-Que el tipo que vivía antes que yo tenía mucho tiempo libre- contesté sentado desde la cama.
-No, hablo en serio- rascaba su barbilla como si ese gesto lo ayudara a dilucidar o a conectar con el alma artística de una persona que vaya uno a saber dónde estaba –a mí me llama mucho la atención.
-Por lo que veo, más que yo, viniste hace quince minutos y hace diez que estás ahí parado viendo un dibujito- todas las conversaciones con mi viejo sacaban mi parte ácida. Estaba en mi naturaleza atacarlo.
-Claro, porque vos me llamás para saber cómo estoy ¿no? Siempre es por plata, o por plata, y a veces hasta por plata. ¿Y a que no adivinás por qué estoy hoy acá?- obviamente tenía a quien parecerme.
-Esperá, dame dos minutos, creo que si me pongo al lado tuyo a ver ese puto cuadro, se me va a ocurrir la respuesta.
Pasaron varios segundos, largos, eternos, hay vidas que duran lo que duró ese silencio.
-Lo siento- completé.
  Giré hacia la izquierda, ese cuadro de mierda me traía recuerdos desagradables. El ventanal ocupaba casi todo el costado, tenía cortinas de color blanco mate que no permitían pasar una gota de sol. Eran un regalo de la vieja, estaba prohibido quitarlas. No recuerdo en qué momento cerré los ojos.
  Ocho y treinta y cinco mostraba el reloj. Di media vuelta en la cama decidido a seguir con mi sueño, y al mismo tiempo caí en la realidad.
-Ocho y media- grité – ¡ay carajo! Linda presentación, llegar tarde el primer día.
Salté de la cama y en el aire busqué con la mirada el pantalón y la camisa que estaban prolijamente colgados en una silla delante de la puerta del baño. Me lavé la cara, los dientes y me mojé el pelo, todo al mismo tiempo.  Arranqué el pantalón y la camisa de la silla y seguí con pasos largos hasta el saco y la corbata en la puerta. Busqué un par de medias en el cajón que les correspondía pero todas tenían colores diferentes. Conté trece medias hasta hallar dos azules del mismo tono. Un zapato en el ropero y el otro tres minutos después debajo de la cama. ¿Qué hacía ahí?
  Ocho cuarenta y cinco en el reloj, y lo maldije mientras encaraba hacia la puerta. Llaves, billetera, pañuelos descartables, todo listo, creo que no olvido nada. Cerré la puerta del departamento mientras veía como la del ascensor hacía lo mismo, pero con Marta, la loca de al lado, y Candela, la vecina del  piso de arriba que estaba más buena que fin de semana largo, adentro. Mi día no mejoraba. Los tres pisos por las escaleras los bajé de a cuatro escalones, en el primer piso casi me llevo puesta a Patricia, la vecina del primero B que volvía del súper chino con su carrito lleno hasta los bordes.
-Cuidado muchachito, vas atropellar a alguien- dijo con gesto duro mientras apoyaba sus puños a cada lado, en lo que alguna vez fue su cintura.
-Llego tarde- dije desde el piso de abajo.
 Al final de la escalera me esperaba el cielo. Al lado de la puerta estaba Candela nuevamente. Llevaba puestas unas botas negras de cuero, pantalón de vestir gris topo, una camisa blanca y un saco negro de pana. Revolvía dentro de su bolso buscando algo. Sacó un estuche con unos anteojos de sol que le quedaban fatales. Se había cortado el pelo, y tenía que haber sido el sábado por la tarde, porque cuando la crucé por la mañana de ese mismo día, lo llevaba igual que siempre, un dedo por debajo de los hombros, y ahora ni siquiera le llegaba. La crucé cuando salía  a correr, como cada sábado, y yo recién me levantaba e iba a desayunar al café de la esquina. Un café chico y una medialuna de grasa que generalmente se convertía en tres y luego en tres más de manteca. El por qué de mi rutina fue la necesidad de encontrar un trabajo decente en las páginas de los tres principales diarios que Ramón, el mesero, me acercaba cada sábado. Al principio, un café y una medialuna era un precio extremadamente bajo para las dos horas y tres diarios en los que ocupaba una mesa. Luego, cuando conseguí fondos del bolsillo paterno, con la media docena de facturas, el café que a veces eran dos, y la propina, salíamos empatados.
  Y allí estábamos, Candela y yo, cruzándonos dos veces esa mañana, como si el destino me obligara a saludarla
-Hola- dije con un hilo de voz. Ella sólo levantó la vista y movió los labios sin emitir sonido, estaba preocupada -¿Qué pasa, mal día?- pregunté, con miedo de entrometerme de más, pero sin valor para no seguir.
-Reunión importante- dijo, secamente, mientras se arreglaba el flequillo contra su reflejo en un espejito pequeño y redondo que volvió a esconder en su bolso de mano.
  Bajamos juntos los cinco escalones hasta la vereda, hizo una pose de tapa de revista de moda, una mano en la cintura y el otro brazo estirado hacia abajo con la palma hacia delante, siguió
-¿Qué pensás, estoy muy formal, doy demasiado seria?- estaba realmente preocupada- Se supone que debería estar formal, pero no tanto, y casual, pero no tanto, estuve a punto de ponerme un vestido yun jogging abajo pero…
-Te hubiese quedado genial- corté yo, y me reí como un idiota ante su atenta mirada clavada en mi rostro –Estás brutal así, seguro los dejás con la boca abierta.
  Por fin sonrió, satisfecha. Se dio media vuelta y echó a andar, me saludó de espaldas con una mano por encima de su hombro. Yo no quería que se fuera, y me equivoqué al gritar
-Te queda genial el nuevo corte de pelo- pero ella ni siquiera escuchó, o no quiso escuchar. La relación con mi vecina es así, la interacción entre nosotros empieza y termina cuando a ella se le antoja, y éso, a mí, me tiene loco. Ya va siendo hora de que empiece a salir el sol en mi vida. Y no me equivocaba, nunca le hice caso a los pronósticos, pero hoy, que anunciaban fresco por la mañana, y que yo me había puesto el saco por las dudas, el sol decidió brillar en septiembre como si fuese mitad de enero. Y me acordé que llegaba tarde al trabajo, y me acordé que era el primer día, y me acordé el énfasis que habían puesto en la entrevista con el tema “horarios”. ¿Con qué necesidad? Empezó mi carrera contra todo, diez calles, gente, semáforos, autos, motos, bicicletas. Lo que sea que se interpusiera en mi camino. Creo que iban dos cuadras cuando la camisa se terminó de empapar. El maletín aumentaba su peso a cada cuadra y a cada choque contra el cuerpo, la bolsa, el casco, la pierna del que se me cruzara. En cuatro cuadras había pedido perdón más veces que en toda mi vida.
  Nunca le hice caso a los pronósticos, pero hoy, que anunciaban fresco por la mañana, y que yo me había puesto el saco por las dudas, el sol decidió brillar en septiembre como si fuese mitad de enero. Y me acordé que llegaba tarde al trabajo, y me acordé que era el primer día, y me acordé el énfasis que habían puesto en la entrevista con el tema “horarios”. ¿Con qué necesidad? Empezó mi carrera contra todo, diez calles, gente, semáforos, autos, motos, bicicletas. Lo que sea que se interpusiera en mi camino. Creo que iban dos cuadras cuando la camisa se terminó de empapar. Parece a propósito, nunca había visto tanta gente en la calle. Más que caminar, esquivaba par adelante. El maletín aumentaba su peso a cada cuadra y a cada choque contra el cuerpo, la bolsa, el casco, la pierna del que se me cruzara.
  En cuatro cuadras había pedido perdón más veces que en toda mi vida. Cinco cuadras, queda la mitad más corta. Ni siquiera me animaba a chequear el reloj. Suponía que eran menos cinco, con viento a favor. Viento era lo que me hacía falta en ese momento. Aunque sea una brisa, algo de aire, el soplido cansino de alguno que me diera de lleno para bajar un poco mi ahogo. Seis cuadras, y pensar que cuando probé el primer cigarrillo había dicho –no me gusta- y lentamente se había transformado en un paquete y medio por día. Cuando no dos. Es un presupuesto, y ni pensar en que es humo recorriendo las vías respiratorias.  Mil veces prometí que lo iba a dejar. Cuando termine esta caja, continuaba la frase. Pero era imposible, cuando por fin juntaba valor para pasar por un kiosco y no parar a comprar, se materializaba un cumpleaños, una cena, un almuerzo, una reunión, lo que sea para que aparezca un amigo y saque del bolsillo un atado nuevo, estire la cintita roja y le saque el plástico que lo envuelve. Si hay algo que me gusta del cigarrillo, aparte de fumar, es el olor que tiene la caja llena. Me recuerda a mi abuelo, Imparciales.
  Siete cuadras, sólo tres hasta la oficina. El maletín llevaba adentro un elefante y el saco piedras en los bolsillos, dos veces en esa cuadra pensé en dejarlos contra el tacho de basura. Pero seguí. Dos metros para la esquina y el semáforo de verde a amarillo, gente que se apura a cruzar y yo que empiezo el trote para llegar con los últimos. De reojo vi que el conductor del Volkswagen gol en primera fila refunfuñaba y golpeaba el volante con el puño cerrado.
  Cuadra número ocho, mi pensamiento seguía clavado en el conductor del gol y su ínfima paciencia. ¿Qué era lo que nos llevaba a estar sulfurados desde tan temprano? En todo caso debería ser yo el enojado, que desde las siete de la mañana que estoy luchando contra el universo que pretende que no llegue a tiempo al laburo. Y éso por pensar  en el presente, porque si empiezo a recordar. Hace varios meses que busco trabajo y no encuentro nada. Hoy con el secundario completo ni empezás a hablar. Al que no siguió ninguna carrera porque le importa poco el papel tamaño A4 con el nombre pegado en la pared, le piden el título. Y al que se mató estudiando para “ser alguien” y tiene por fin su A4 con el nombre, le piden experiencia. Y ojo, que tus notas sean buenas también, nada de puros cuatro.  Yo, con veintitrés cumplidos, me apena no haber encontrado una carrera que me llene, pero me alegra no haber seguido lo mismo que mi viejo solo por la presión familiar.
  Cuadra nueve, ¿en qué momento había cruzado? A veces me pasa que miro para atrás y siento que me teletransporté, o el cerebro se apagó, por lo menos en lo que respecta al mundo exterior. La última vez que hablé con mi viejo me negué rotunda y definitivamente a laburar en su estudio. Le dije que era capaz de conseguir por mi propia cuenta un trabajo digno. Que no era necesaria su ayuda en ninguna forma. Sin embargo, los últimos dos meses me había bancado el alquiler, y las tarjetas, porque yo estaba en menos uno. Prometo que te lo devuelvo en cuanto consiga trabajo, dijo mi orgullo. Pobre viejo, nunca supo decir que no.
  Cuando volví a la realidad estaba pisando la última calle, era el único cruzando y veía como, en la otra vereda, se apuraban a llegar. El tiempo comenzó a correr en cámara lenta. Miré el semáforo, y me respondió verde. Los sonidos se volvieron lejanos, como si me hubiese metido tan dentro de mi cuerpo que el afuera estuviese ahora a kilómetros de mi yo más mío. Sólo corrí. Una frenada a lo lejos, un choque, ruido a plástico y vidrios rotos, varios gritos y yo que pisaba nuevamente la vereda de la cuadra número diez.
  Lo había logrado, quizás cinco minutos tarde. Pero había llegado. Entre tanta gente divisé el cartel de la empresa tan esperado. No tuve el valor para frenarme a ver qué había pasado, seguí. Este era mi cielo. Incluso ya ni siquiera sentía calor, llegar me había dado una dosis de tranquilidad. Estaba ligero como una pluma, era como si me deslizara por las veredas. Incluso pude sentir el aleteo de un pájaro que salí disparado del único árbol de la cuadra. Un gato que hurgaba en la basura me miró directo a los ojos. Una mirada fría, penetrante, dura, inquisidora. Me corrió un escalofrío y tuve que desviar la vista. El gato volvió a lo suyo. Seguí caminando, pero las preocupaciones me habían abandonado. De todos modos, ya llegaba tarde. Ya no importaba el trabajo, ni las deudas,  ni el despertador, ni la vecina, ni la gente, ni el calor, todo se volvió efímero. En realidad, todo el tiempo lo fue, solo que me hice consciente de esa verdad.
   Estaba a mitad de camino de un razonamiento cuando la persona que caminaba hacia mí, con su bonito saco negro, cigarrillo en la boca y sus profundos ojos azules clavó su mirada a la altura de mis ojos, pero sin verme, y siguió caminando como si yo no existiera. A medio paso de chocarnos, lo único que pude hacer fue levantar mis brazos para amortiguar el golpe, y corrí la cara. Y pasó una eternidad. Y la colisión no sucedió. Y giré la cabeza y abrí los ojos. Y la persona ya no estaba, giré sobre mí y  lo vi alejarse como si nada. No esperaba mucho, pero un –lo siento, no te vi- todavía no cotiza en bolsa. Y me quedé renegando conmigo mismo sin darme cuenta que la gente  en aquella vereda estaba atravesándome de cuerpo entero sin chocarme. Y cuando me di cuenta de eso, comencé a sentir, tristeza, alegría, amor, odio, rencor, dolor, enfermedad. Cada persona me mostraba un aspecto diferente. Me paralicé. Sólo uno de los que pasó a través de mí se volteó, como si yo estuviera todavía ahí, en alguna extraña forma. Corrí, alejándome de la oficina, esquivando a las personas que podía, atravesando a las otras.
  Corrí tan rápido como me era posible, y al llegar a la primera esquina, vi gente amontonándose, los autos quietos, un choque, una ambulancia que se abría paso entre todos. Ahí mismo, Candela, miraba hacia el centro de la escena con la boca abierta, se llevó la mano a la boca, el bolso resbaló por su brazo y cayó al piso. Una persona tirada en el piso con mi maletín al lado. Bajé la vista hasta mi mano derecha que todavía apretaba fuertemente y comprobé que ya no lo llevaba. La luz invadió la escena. El todo se volvió nada. Y otra vez el todo, pero esta vez, comprimido a un punto.