lunes, 4 de agosto de 2014

Diez cuadras al Cielo

Quizás fue la bocina. O el aleteo de una paloma asustada que aterrizó en el macetero de mi ventana. O el portazo  de mi vecina, seguido del grito de su madre intentando avisarle, y a todo el edificio, que su hija había olvidado algo que no llegué a escuchar. O quizás fue todo junto. Ahora mismo no lo sé. Lo que sí sé, es que me levanté de un salto, con el corazón dando golpes en el pecho y la frente sudada, la sensación de un mal sueño y la boca seca. Me volví a acostar, el reloj en la mesita de luz avisaba que faltaban veinticinco minutos para levantarme. 
  Hoy sería un gran día. Debía presentarme a mi nuevo trabajo. Seguramente era éso lo que me tenía preocupado. Mis pulsaciones estaban aceleradas, la piel sudada y las sábanas se me pegaban al cuerpo. ¿Qué había estado soñando? Tenía la respuesta en la punta de la lengua, pero se me borraba cada vez que sentía que la respuesta llegaba a la superficie. Me destapé, no podía dormir, daba vueltas en la cama para que el sueño vuelva. Cerré los ojos y empecé a contar. Diez, mi cabeza relajando, los músculos de mi cara descansando, mis preocupaciones no importan ahora. Nueve, mis hombros y brazos se vuelven pesados como cemento. Ocho… era imposible. Abrí los ojos sabiendo que no me iba a volver a dormir. Giré hacia la derecha y recorrí entera la cocina de mi departamento. Los platos de ayer en la bacha, poniendo en jaque a mi voluntad de hacer. Como dijo una vez un tío “los solteros, al revés que todos, no lavan los platos después de comer, sino antes”, cuánta razón tenía. Con un poco de atención, pude escuchar la canilla goteando sobre un repasador que ubiqué debajo la noche anterior para amortiguar el ruido. No pude dejar de escuchar el clop, clop, clop hasta mucho tiempo después, al salir del departamento. Separado de la cocina por una estantería repleta de libros, la mayoría inútiles de mi época de estudiante de contabilidad, estaba la puerta. Y en la puerta, colgando en un gancho que yo mismo había instalado, torcido, el saco y el maletín me esperaban. Una mesa redonda, cuatro sillas plegables, un paquete de galletitas por la mitad, con un nudo arriba para que no se humedezcan, una taza con el saquito de té puesto, un cuadro horrible en blanco y negro de un hombre pasando de la luz a la sombra a través de un marco, colgaba en la pared. Era lo único que había en ese departamento cuando lo alquilé. Quedó ahí por cábala, se había vuelto parte de esa pared. Las pocas personas que me visitaron, se quedaban varios minutos mirándolo.
-¿Qué crees que significa?- había preguntado mi viejo una vez.
-Que el tipo que vivía antes que yo tenía mucho tiempo libre- contesté sentado desde la cama.
-No, hablo en serio- rascaba su barbilla como si ese gesto lo ayudara a dilucidar o a conectar con el alma artística de una persona que vaya uno a saber dónde estaba –a mí me llama mucho la atención.
-Por lo que veo, más que yo, viniste hace quince minutos y hace diez que estás ahí parado viendo un dibujito- todas las conversaciones con mi viejo sacaban mi parte ácida. Estaba en mi naturaleza atacarlo.
-Claro, porque vos me llamás para saber cómo estoy ¿no? Siempre es por plata, o por plata, y a veces hasta por plata. ¿Y a que no adivinás por qué estoy hoy acá?- obviamente tenía a quien parecerme.
-Esperá, dame dos minutos, creo que si me pongo al lado tuyo a ver ese puto cuadro, se me va a ocurrir la respuesta.
Pasaron varios segundos, largos, eternos, hay vidas que duran lo que duró ese silencio.
-Lo siento- completé.
  Giré hacia la izquierda, ese cuadro de mierda me traía recuerdos desagradables. El ventanal ocupaba casi todo el costado, tenía cortinas de color blanco mate que no permitían pasar una gota de sol. Eran un regalo de la vieja, estaba prohibido quitarlas. No recuerdo en qué momento cerré los ojos.
  Ocho y treinta y cinco mostraba el reloj. Di media vuelta en la cama decidido a seguir con mi sueño, y al mismo tiempo caí en la realidad.
-Ocho y media- grité – ¡ay carajo! Linda presentación, llegar tarde el primer día.
Salté de la cama y en el aire busqué con la mirada el pantalón y la camisa que estaban prolijamente colgados en una silla delante de la puerta del baño. Me lavé la cara, los dientes y me mojé el pelo, todo al mismo tiempo.  Arranqué el pantalón y la camisa de la silla y seguí con pasos largos hasta el saco y la corbata en la puerta. Busqué un par de medias en el cajón que les correspondía pero todas tenían colores diferentes. Conté trece medias hasta hallar dos azules del mismo tono. Un zapato en el ropero y el otro tres minutos después debajo de la cama. ¿Qué hacía ahí?
  Ocho cuarenta y cinco en el reloj, y lo maldije mientras encaraba hacia la puerta. Llaves, billetera, pañuelos descartables, todo listo, creo que no olvido nada. Cerré la puerta del departamento mientras veía como la del ascensor hacía lo mismo, pero con Marta, la loca de al lado, y Candela, la vecina del  piso de arriba que estaba más buena que fin de semana largo, adentro. Mi día no mejoraba. Los tres pisos por las escaleras los bajé de a cuatro escalones, en el primer piso casi me llevo puesta a Patricia, la vecina del primero B que volvía del súper chino con su carrito lleno hasta los bordes.
-Cuidado muchachito, vas atropellar a alguien- dijo con gesto duro mientras apoyaba sus puños a cada lado, en lo que alguna vez fue su cintura.
-Llego tarde- dije desde el piso de abajo.
 Al final de la escalera me esperaba el cielo. Al lado de la puerta estaba Candela nuevamente. Llevaba puestas unas botas negras de cuero, pantalón de vestir gris topo, una camisa blanca y un saco negro de pana. Revolvía dentro de su bolso buscando algo. Sacó un estuche con unos anteojos de sol que le quedaban fatales. Se había cortado el pelo, y tenía que haber sido el sábado por la tarde, porque cuando la crucé por la mañana de ese mismo día, lo llevaba igual que siempre, un dedo por debajo de los hombros, y ahora ni siquiera le llegaba. La crucé cuando salía  a correr, como cada sábado, y yo recién me levantaba e iba a desayunar al café de la esquina. Un café chico y una medialuna de grasa que generalmente se convertía en tres y luego en tres más de manteca. El por qué de mi rutina fue la necesidad de encontrar un trabajo decente en las páginas de los tres principales diarios que Ramón, el mesero, me acercaba cada sábado. Al principio, un café y una medialuna era un precio extremadamente bajo para las dos horas y tres diarios en los que ocupaba una mesa. Luego, cuando conseguí fondos del bolsillo paterno, con la media docena de facturas, el café que a veces eran dos, y la propina, salíamos empatados.
  Y allí estábamos, Candela y yo, cruzándonos dos veces esa mañana, como si el destino me obligara a saludarla
-Hola- dije con un hilo de voz. Ella sólo levantó la vista y movió los labios sin emitir sonido, estaba preocupada -¿Qué pasa, mal día?- pregunté, con miedo de entrometerme de más, pero sin valor para no seguir.
-Reunión importante- dijo, secamente, mientras se arreglaba el flequillo contra su reflejo en un espejito pequeño y redondo que volvió a esconder en su bolso de mano.
  Bajamos juntos los cinco escalones hasta la vereda, hizo una pose de tapa de revista de moda, una mano en la cintura y el otro brazo estirado hacia abajo con la palma hacia delante, siguió
-¿Qué pensás, estoy muy formal, doy demasiado seria?- estaba realmente preocupada- Se supone que debería estar formal, pero no tanto, y casual, pero no tanto, estuve a punto de ponerme un vestido yun jogging abajo pero…
-Te hubiese quedado genial- corté yo, y me reí como un idiota ante su atenta mirada clavada en mi rostro –Estás brutal así, seguro los dejás con la boca abierta.
  Por fin sonrió, satisfecha. Se dio media vuelta y echó a andar, me saludó de espaldas con una mano por encima de su hombro. Yo no quería que se fuera, y me equivoqué al gritar
-Te queda genial el nuevo corte de pelo- pero ella ni siquiera escuchó, o no quiso escuchar. La relación con mi vecina es así, la interacción entre nosotros empieza y termina cuando a ella se le antoja, y éso, a mí, me tiene loco. Ya va siendo hora de que empiece a salir el sol en mi vida. Y no me equivocaba, nunca le hice caso a los pronósticos, pero hoy, que anunciaban fresco por la mañana, y que yo me había puesto el saco por las dudas, el sol decidió brillar en septiembre como si fuese mitad de enero. Y me acordé que llegaba tarde al trabajo, y me acordé que era el primer día, y me acordé el énfasis que habían puesto en la entrevista con el tema “horarios”. ¿Con qué necesidad? Empezó mi carrera contra todo, diez calles, gente, semáforos, autos, motos, bicicletas. Lo que sea que se interpusiera en mi camino. Creo que iban dos cuadras cuando la camisa se terminó de empapar. El maletín aumentaba su peso a cada cuadra y a cada choque contra el cuerpo, la bolsa, el casco, la pierna del que se me cruzara. En cuatro cuadras había pedido perdón más veces que en toda mi vida.
  Nunca le hice caso a los pronósticos, pero hoy, que anunciaban fresco por la mañana, y que yo me había puesto el saco por las dudas, el sol decidió brillar en septiembre como si fuese mitad de enero. Y me acordé que llegaba tarde al trabajo, y me acordé que era el primer día, y me acordé el énfasis que habían puesto en la entrevista con el tema “horarios”. ¿Con qué necesidad? Empezó mi carrera contra todo, diez calles, gente, semáforos, autos, motos, bicicletas. Lo que sea que se interpusiera en mi camino. Creo que iban dos cuadras cuando la camisa se terminó de empapar. Parece a propósito, nunca había visto tanta gente en la calle. Más que caminar, esquivaba par adelante. El maletín aumentaba su peso a cada cuadra y a cada choque contra el cuerpo, la bolsa, el casco, la pierna del que se me cruzara.
  En cuatro cuadras había pedido perdón más veces que en toda mi vida. Cinco cuadras, queda la mitad más corta. Ni siquiera me animaba a chequear el reloj. Suponía que eran menos cinco, con viento a favor. Viento era lo que me hacía falta en ese momento. Aunque sea una brisa, algo de aire, el soplido cansino de alguno que me diera de lleno para bajar un poco mi ahogo. Seis cuadras, y pensar que cuando probé el primer cigarrillo había dicho –no me gusta- y lentamente se había transformado en un paquete y medio por día. Cuando no dos. Es un presupuesto, y ni pensar en que es humo recorriendo las vías respiratorias.  Mil veces prometí que lo iba a dejar. Cuando termine esta caja, continuaba la frase. Pero era imposible, cuando por fin juntaba valor para pasar por un kiosco y no parar a comprar, se materializaba un cumpleaños, una cena, un almuerzo, una reunión, lo que sea para que aparezca un amigo y saque del bolsillo un atado nuevo, estire la cintita roja y le saque el plástico que lo envuelve. Si hay algo que me gusta del cigarrillo, aparte de fumar, es el olor que tiene la caja llena. Me recuerda a mi abuelo, Imparciales.
  Siete cuadras, sólo tres hasta la oficina. El maletín llevaba adentro un elefante y el saco piedras en los bolsillos, dos veces en esa cuadra pensé en dejarlos contra el tacho de basura. Pero seguí. Dos metros para la esquina y el semáforo de verde a amarillo, gente que se apura a cruzar y yo que empiezo el trote para llegar con los últimos. De reojo vi que el conductor del Volkswagen gol en primera fila refunfuñaba y golpeaba el volante con el puño cerrado.
  Cuadra número ocho, mi pensamiento seguía clavado en el conductor del gol y su ínfima paciencia. ¿Qué era lo que nos llevaba a estar sulfurados desde tan temprano? En todo caso debería ser yo el enojado, que desde las siete de la mañana que estoy luchando contra el universo que pretende que no llegue a tiempo al laburo. Y éso por pensar  en el presente, porque si empiezo a recordar. Hace varios meses que busco trabajo y no encuentro nada. Hoy con el secundario completo ni empezás a hablar. Al que no siguió ninguna carrera porque le importa poco el papel tamaño A4 con el nombre pegado en la pared, le piden el título. Y al que se mató estudiando para “ser alguien” y tiene por fin su A4 con el nombre, le piden experiencia. Y ojo, que tus notas sean buenas también, nada de puros cuatro.  Yo, con veintitrés cumplidos, me apena no haber encontrado una carrera que me llene, pero me alegra no haber seguido lo mismo que mi viejo solo por la presión familiar.
  Cuadra nueve, ¿en qué momento había cruzado? A veces me pasa que miro para atrás y siento que me teletransporté, o el cerebro se apagó, por lo menos en lo que respecta al mundo exterior. La última vez que hablé con mi viejo me negué rotunda y definitivamente a laburar en su estudio. Le dije que era capaz de conseguir por mi propia cuenta un trabajo digno. Que no era necesaria su ayuda en ninguna forma. Sin embargo, los últimos dos meses me había bancado el alquiler, y las tarjetas, porque yo estaba en menos uno. Prometo que te lo devuelvo en cuanto consiga trabajo, dijo mi orgullo. Pobre viejo, nunca supo decir que no.
  Cuando volví a la realidad estaba pisando la última calle, era el único cruzando y veía como, en la otra vereda, se apuraban a llegar. El tiempo comenzó a correr en cámara lenta. Miré el semáforo, y me respondió verde. Los sonidos se volvieron lejanos, como si me hubiese metido tan dentro de mi cuerpo que el afuera estuviese ahora a kilómetros de mi yo más mío. Sólo corrí. Una frenada a lo lejos, un choque, ruido a plástico y vidrios rotos, varios gritos y yo que pisaba nuevamente la vereda de la cuadra número diez.
  Lo había logrado, quizás cinco minutos tarde. Pero había llegado. Entre tanta gente divisé el cartel de la empresa tan esperado. No tuve el valor para frenarme a ver qué había pasado, seguí. Este era mi cielo. Incluso ya ni siquiera sentía calor, llegar me había dado una dosis de tranquilidad. Estaba ligero como una pluma, era como si me deslizara por las veredas. Incluso pude sentir el aleteo de un pájaro que salí disparado del único árbol de la cuadra. Un gato que hurgaba en la basura me miró directo a los ojos. Una mirada fría, penetrante, dura, inquisidora. Me corrió un escalofrío y tuve que desviar la vista. El gato volvió a lo suyo. Seguí caminando, pero las preocupaciones me habían abandonado. De todos modos, ya llegaba tarde. Ya no importaba el trabajo, ni las deudas,  ni el despertador, ni la vecina, ni la gente, ni el calor, todo se volvió efímero. En realidad, todo el tiempo lo fue, solo que me hice consciente de esa verdad.
   Estaba a mitad de camino de un razonamiento cuando la persona que caminaba hacia mí, con su bonito saco negro, cigarrillo en la boca y sus profundos ojos azules clavó su mirada a la altura de mis ojos, pero sin verme, y siguió caminando como si yo no existiera. A medio paso de chocarnos, lo único que pude hacer fue levantar mis brazos para amortiguar el golpe, y corrí la cara. Y pasó una eternidad. Y la colisión no sucedió. Y giré la cabeza y abrí los ojos. Y la persona ya no estaba, giré sobre mí y  lo vi alejarse como si nada. No esperaba mucho, pero un –lo siento, no te vi- todavía no cotiza en bolsa. Y me quedé renegando conmigo mismo sin darme cuenta que la gente  en aquella vereda estaba atravesándome de cuerpo entero sin chocarme. Y cuando me di cuenta de eso, comencé a sentir, tristeza, alegría, amor, odio, rencor, dolor, enfermedad. Cada persona me mostraba un aspecto diferente. Me paralicé. Sólo uno de los que pasó a través de mí se volteó, como si yo estuviera todavía ahí, en alguna extraña forma. Corrí, alejándome de la oficina, esquivando a las personas que podía, atravesando a las otras.
  Corrí tan rápido como me era posible, y al llegar a la primera esquina, vi gente amontonándose, los autos quietos, un choque, una ambulancia que se abría paso entre todos. Ahí mismo, Candela, miraba hacia el centro de la escena con la boca abierta, se llevó la mano a la boca, el bolso resbaló por su brazo y cayó al piso. Una persona tirada en el piso con mi maletín al lado. Bajé la vista hasta mi mano derecha que todavía apretaba fuertemente y comprobé que ya no lo llevaba. La luz invadió la escena. El todo se volvió nada. Y otra vez el todo, pero esta vez, comprimido a un punto.

domingo, 22 de junio de 2014

Los Invisibles.

-Alberto, ¿sos vos?- su cara estaba repleta de asombro y los ojos casi se salían del hueco.
-No sé quién es Alberto, basta, déjeme pedir tranquilo- Bajó su mirada con vergüenza, y sus manos, que hasta ese momento se encontraban a la intemperie en forma de hueco contenedor de monedas, se archivaron en los bolsillos de un camperón negro, gastado, agujereado,  con el que intentaba cubrirse del frío y el viento.  
-Alberto, vamos, soy yo, Manuel- apoyó la mano en el hombro del vagabundo y este lo quitó con el brazo evitando tener que volver a mirarlo.
-No cree que tengo bastante ya con tener que pedir de esta forma como para encima venir a molestarme. Lárguese. Ya pasaron cinco personas y quizás alguna me hubiera dado algo, pero como usted está aquí, piensan que he hecho algo malo.
-Tienes razón, he sido un tonto, ven conmigo, déjame remediar mi torpeza invitándote el desayuno.
  Fueron las palabras mágicas. Por un momento, Alberto recordó lo que se sentía desayunar todos los días, un trabajo al cual llegar, una paga a fin de mes, una familia. Un hogar tibio al cual llegar exhausto luego de un día agotador en la oficina. Su boca se llenó de saliva ante la posibilidad del desayuno compartido. Tragó, y sintió cómo, la saliva, recorría la garganta, el esófago, y caía por el precipicio hasta el estómago vacío. Al mismo tiempo, una lágrima se formó en el ojo derecho, porque las demás las aguantó y no permitió que se formaran. Se limpió con la manga y levantó la vista.
-Vamos Manuel, me has descubierto, pero no juegues con el hambre de un pobre hombre, por lo que veo, vistes de servicio y no puedes cumplir con lo que acabas de prometer- En efecto, Manuel era policía, y estaba vestido como tal.
-Acabo de terminar, estaba volviendo a casa, pero dadas las circunstancias de este encuentro, me parece mejor idea desayunar antes de llegar. Ven conmigo- estiró la mano, tomó la de su amigo y lo obligó a levantarse.
-Caminemos hasta la esquina, conozco al dueño del bar y no nos molestarán- dijo Manuel observando a su amigo de pies a cabeza como a un bicho raro y desagradable.
  Alberto no respondió, casi que lo entendía. El hubiese dicho lo mismo hace menos de dos semanas, cuando su vida era tan o mejor que la de su amigo. Una sola persona cruzaron en esos treinta metros, y cuando estaba a cinco pasos de Manuel y Alberto, se alejó como si tuviesen una enfermedad contagiosa que se transmite por la cercanía de los cuerpos. Manuel no se dio cuenta de nada, Alberto refunfuñó y pensó en que la vida te enseña a sobrevivir bajo las condiciones que sea, mientras uno esté dispuesto a aprender. En solo dos días en la calle reconocía a cinco metros de distancia quiénes le dejarían dinero y quiénes no, incluso había llegado a adivinar cuánto le dejarían. Una cosa le sorprendió de la calle, y fue su distracción por cierto tiempo hasta que descubrió su por qué ¿qué había provocado la disminución constante de su recaudación solidaria cada día? Su primer día de calle había juntado el ochenta por ciento de lo que ganaba trabajando, nada mal para una persona que ya no debe préstamos, ni servicios, absolutamente nada. El segundo el setenta y seis, el tercero el cincuenta y cuatro, y así fue bajando hasta los últimos días, en los que la recaudación oscilaba entre el cinco y el diez por ciento de su sueldo como persona activa.  Pensó y pensó, se rompió la cabeza tratando de entender qué hacía que baje el dinero en su mano, entendió que no sobreviviría si no encontraba la razón. Pensó que la culpable era la economía nacional, que seguía cayendo sin tocar fondo todavía. Luego cambió su teoría y lo relacionó con que si él estaba siempre en el mismo lugar a la misma hora, las personas que lo cruzaban también eran las mismas, y comenzó a cambiar los horarios y los lugares en los que pedía, pero tampoco. Y lo entendió en el cambio paulatino de los rostros que cruzaban por delante de él, en la distancia cada vez mayor que lo separaba de la sociedad, en las miradas inocentes de los chicos, que no tienen maldad y por eso no mienten. Cuando quedó en la calle, Alberto vestía como una persona bien, clase media, jean, pullover azul y campera marrón de cuero, zapatos negros y un bolso oscuro en el que tenía dos mudas de ropa completas. Incluso llevaba una cartuchera con lápices y un cuaderno en el que a veces dibujaba para pasar el tiempo cuando en la calle no había un alma. Con un cartón se había hecho un cartel que decía “Tan sólo por las monedas que llevas en el bolsillo, te sentirás una buena persona por el resto del día”, y lo había colocado entre sus piernas para que todos lo vieran al pasar. Lo recaudado, menos la cena, lo envió por correo a su mujer y su hija que habían marchado al norte del país a vivir con parte de la familia de ella que todavía no había sido afectada por la crisis. El segundo día fue casi tan bueno como el primero, por lo que esa misma noche le robaron el cartel. Odió a los vagabundos, a todos, incluyéndose.
  El desmoronamiento de su vida había sido tan rápido y repentino, que ni siquiera había podido verlo hasta que lo golpeó de lleno en el rostro, dejándolo inconsciente en los primeros segundos del primer round. Una noche volvió del trabajo informado de que estaba despedido, nada personal, había dicho el supervisor directo, sólo reducción de nómina, y como eres uno de los más nuevos, te ha tocado a ti. El dinero por el despido les sirvió para seguir viviendo al mismo ritmo por dos meses, en los que intentó conseguir un empleo tan bueno como el primero, e incluso llegó a desechar algunos menores porque “no estaban a su altura”. Qué ironía. Un día despertó sin su mujer en la cama, sólo una nota que decía que marchaba al norte, a casa de su hermano, que estaría encantado de recibirlas. A Alberto no, claro, luego de su pelea de fin de año, con toda la familia reunida y el pedante borracho hasta las muelas de su cuñado dando cátedra de cómo todos tenemos la posibilidad de volvernos ricos, y que si no lo hacemos es simplemente porque no queremos. Qué idea tan genial. Alberto había explotado, el país se caía a pedazos y arrastraba a la gente consigo, y este idiota le echaba la culpa a los que menos tienen. Incluso recordarlo le hervía las venas. Nadie pudo levantarlo del abandono de su mujer, y sobre todo de su niña. El alquiler no se volvió a pagar y lo echaron a patadas de la vivienda a los pocos días, sólo le quedó el bolso con ropa que se había preparado para la ocasión.
 Cada día fue peor que el anterior, y tuvo que vender su campera, sus zapatos, su jean, el bolso, todos los días conseguía enviarle algo de dinero a su mujer, junto con una carta en la que prometía ir a buscarlas, pronto. En la segunda semana no escribió más, porque tampoco pudo enviarles dinero, porque tampoco le quedaba nada por vender. La única pertenencia era un pantalón de jogging azul, las zapatillas puestas, una remera blanca y la campera negra que nunca se sacaba. Su vida era una miseria, y lo peor era que no parecía que pudiera salir, incluso cada día se sentía más hundido en esa veta oscura de la sociedad, los invisibles, apenas visibles, los esquivados, los últimos, los que estorban el progreso. 
  Entonces, ¿por qué caía su recaudación desde que había entrado en situación de calle? Porque era directamente proporcional con la distancia que había entre su imagen y la de las personas con plata en los bolsillos. En dos semanas había pasado de ser un hombre clase media que cayó en desgracia y con el que la gente se sentía identificada (vestía bien, olía casi bien, era educado y en su cartel había razón y no había faltas de ortografía) a ser un vagabundo más, un invisible más al que se le da algo cuando tienes la conciencia muy sucia, cuando te mira a los ojos y te sientes elegido, cuando no tienes otra opción, cuando tu novia nueva lo mira con tristeza, cuando una madre quiere enseñarle al niño un poco de amor por los demás.
  En la esquina el bar que Manuel había mencionado, llegaron a la puerta. Estaba repleto de gente, sólo una mesa en el medio de todo el salón. Alberto quería que la tierra lo tragase, pero ya. Abrieron la puerta y entraron. Cada persona de cada mesa de aquel lugar, se volvió hacia ellos. Algunos se taparon la boca, otros guardaron su billetera, otros se quedaron mirándolos un buen rato. Alberto pensó que quizás no tenían miedo de que él les robe, sino su amigo el poli, y se rió por éso. Caminaron hasta la mesa libre y se sentaron. Dos segundos habrán pasado hasta que llegó el dueño del lugar.
-¿Qué haces Manuel? Estás loco ¿cómo vienes con una persona como ésta a mi bar?, ¿quieres que me quede sin clientela?- el hombre estaba furioso, pero hablaba por lo bajo, no quería quedar como un discriminador frente a todos los presentes, pero tampoco quería a aquella dupla sentada ahí.
  Alberto no escuchó más, otra vez se había vuelto invisible. Solo se paró, y caminó hasta la puerta,  salió del lugar y se sentó en la vereda de al lado. A los cinco minutos salió Manuel con unos tostados y dos café con leche en vasos de plástico. Se sentó a su lado. Alberto comió y tomó todo, incluso la mitad del café con leche que a Manuel se le había enfriado. No hablaron una sola palabra más hasta el momento de la despedida.
-Bueno Alberto, debo marcharme ya. En casa se preocuparán si no llego- se notaba en su voz que quería largarse de aquella vereda cuanto antes, y que al mismo tiempo se sentía mal por pensar así.
-No te preocupes Manuel, y muchas gracias por la visita- dijo Alberto con la mirada clavada en una niña de unos nueve años, como su hija, que llevaba un globo rojo en la mano e iba acompañada de su madre.
  Manuel se levantó y echó a caminar hasta la parada del colectivo que lo llevaría a su casa.
  Seis semanas después de aquel encuentro, en la misma cuadra, Manuel iba en el patrullero, y sus miradas se cruzaron por una fracción de segundo. Ambos levantaron sus manos y las agitaron en el aire, Manuel saludaba sólo por compromiso, Alberto pedía rescate urgente. Hasta el día de hoy no han  vuelto  a cruzarse.

Fin.

viernes, 6 de junio de 2014

En tus ojos

¿Cuánta distancia
tendré que soportar?
antes de quebrarme
y sin excusas, ir a buscar

A la mujer 
que un día vi en tus ojos
con esas ganas de quererme y no poder
a los besos que tiraste y yo recojo
a esos sueños que soñaste con tener

Al olvido
no le gusta recordarte
y la esperanza 
no se cansa de perder
al deseo
no le importa si te importo
y a mi fuerza 
le hace falta tu querer

Es mi sueño
el que busca realidad
y mi vida
una razón para escapar

De la mujer 
que un día vi en tus ojos
de mis ganas de quererme y no poder
de los besos que tiraste y yo recojo
de los sueños que soñaste con tener

Sé que amarte
solo puede hacerme daño
pero entonces
poco a poco moriré

Por la mujer 
que un día vi en tus ojos
de las ganas de quererte y no poder
busco besos que tiraste y los recojo
sueño sueños que perdiste por perder.

lunes, 2 de junio de 2014



Bastará con tu voz
cuando el viento te traiga hasta aquí
y algo más, quizás sed
de una gota que guardo de ti.


lunes, 21 de abril de 2014

La soledad del naranjo.

  Escuché el ruido del picaporte, y la puerta abriéndose después. No sé quién estaba detrás para recibirnos. Tenía la mirada clavada en mis zapatos negros, lustrados hasta el cansancio con pomada y lágrimas. No necesitaba levantar la vista, conocía aquella casa de memoria. Mamá y papá entraron primero y yo los seguí, saludé a todos los que saludaron, pero no retuve ninguna cara, ninguna voz. Aunque mi cuerpo estuviese allí, mi mente había viajado muy lejos, tratando de encontrar a la única persona que valía la pena encontrar. En vano.
Me cansé de seguir a mis padres y decidí sentarme contra la ventana de la sala de estar, mirando hacia el patio de la casa. Afuera estaba la tía Hilda, columpiando a su hijo menor, Sebastián. Me saludó con la mano en el aire pero me hice el distraído. No tenía ganas de querer a nadie. Y pensé que esa sensación iba a durar para siempre.
Sentí una mirada perforándome la nuca, quizás daba pena el cuadro del niño solo contra la ventana de aquella habitación tan llena de silencios. Quizás por éso decidió acercarse y se sentó a mi lado. Yo no lo miré en ningún momento. Al cabo de unos minutos, que me parecieron eternos, se levantó y se fue. ¿Estaba siendo muy duro con los que me rodeaban?, peor hubiese sido forzar mis niveles de sociabilidad falsamente.
Me pregunto si soy el único que va a extrañarla. Pero hablo de extrañar de verdad. No como la mayoría de los presentes. Es triste enterarme de la partida de un ser querido por las discusiones de quién se queda con qué. "Porque la vieja, en cualquier momento..." decía mi padre, y complementaba la frase moviendo la mano y apuntando con el dedo índice hacia arriba. Mi madre, a veces lloraba. Pero no por cariño, sino por el momento que debía pasar entre los hermanos, discutiendo por el reparto de las cosas. Ella no había vuelto a pisar la casa luego de la muerte de su padre. Y había cambiado el hábito de la visita por un vaso de whisky que muy pocas veces se encontraba vacío. Hoy no sería la excepción.
Volví a la ventana y vi el naranjo en medio del patio, sus frutos estaban casi maduros, pero estaba seguro que aún no se habían atrevido a arrancar ninguno. La abuela no lo hubiese permitido. "No hasta que pase la primera helada" habría ordenado. Qué triste va a sentirse ese árbol sin sus caricias, sin sus charlas, sin su compañía. No creo que vuelva a dejar sacarse naranjas dulces nuevamente.
Por primera vez en mucho tiempo, supe que alguien compartía mi tristeza. Ya no estaba solo.

Fin.

viernes, 7 de marzo de 2014

Será que somos dueños
de los sueños que llevamos
o son, sólo esperanzas
disfrazadas de poesía.

Quizás algún retazo
de los tiempos de otra vida
o el suspiro de una Diosa
que nos vigila, todavía.

Una especie de mensaje
que intentamos descifrar
o el absurdo personaje
de una vida que no es más.

Prisioneros del pasado
y expectantes del futuro
de un ahora, que ya es antes
de un después siempre tan justo.

He leído en algún lado
que mañana pertenece al ayer
siembra amor en tu pasado
y hoy cosecharás bien. 

miércoles, 5 de marzo de 2014

Absorbo a cuentagotas los restos de aquellos sueños incumplidos, y me sumerjo nuevamente en una realidad que me aniquila, me devora lentamente, casi disfrutando su crueldad. Yo, conmigo, somos casi dos luchando a ciegas contra la realidad de no tenerte. 
Mi imaginación cambió de bando, y ya ni siquiera puedo refugiarme en ella. Te dibuja en las paredes como una sombra que se mueve como vos, danza en el aire haciendo eco de tu voz que ya no es tuya, ni mía. Rompe las capas más profundas y seguras de mi ser, al soltar tu sonido sobre el aire seco, quieto, aburrido, en una habitación vacía que te repite desde que te fuiste.
 Me pierdo en las ganas de encontrar retazos de tu complicada existencia en la absurda sencillez de todas las demás. Y no te encuentro, ni siquiera diversificada, atomizada en otros cuerpos, otras voces, otras miradas. 
Muero lentamente en un camino que no estoy dispuesto a abandonar.
Te fuiste primero, sólo me queda seguirte. 

miércoles, 26 de febrero de 2014

Y de soñarte se me pasa la vida.



Sueño que los sueños no despiertan. Despierto sin saber que estoy despierto e intento volver a soñarte, aunque no sé si estaba soñando, o eras parte de la realidad. Realidad que estoy soñando, con los ojos abiertos y despierto, y despierto abrazando la almohada y diciendo tu nombre a un espacio vacío. Vacío de tus ojos y tus señas, vacío de tu ironía y tus manos, vacío de tus no respuestas y tus vueltas, tan vacío de tí, tan lleno de nada, tan fuera de mí, tan dentro de todo. De todo lo que pasa normalmente, normalmente sueño con cruzarte. Cruzarte es mi único deseo. Deseo encontrarte y no quererte. No quererte es imposible, me conformo con soñarte. Soñarte es lo único que queda, lo único que queda es volver a dormirme, dormirme con las ganas de soñarte. Soñarte es lo más cerca que te tengo. 
Te tengo, como humo entre mis manos. 

III

Rómpeme los ojos
con tus ojos que hipnotizan
Quiébrame la boca 
con tu boca de ceniza

Róbame la vida
con tu vida que es eterna
Sáciame el deseo 
de aferrarme a tus caderas

Súbeme despacio
hasta el hondo de los mares
Entiérrame deprisa
entre el Cielo y sus altares

Córtame el suspiro
con la navaja de tus ganas
Alárgame la vida
prometiéndome un mañana.

martes, 25 de febrero de 2014

Paraíso personalizado II

¿Existe el Cielo? ¿Será como todos creen que es? ¿ O será diferente para cada uno?. 
Para mí la muerte es muerte, o sea, la nada, oscuridad, silencio... y la nada. Pero... si tuviese que elegir, ¿Qué elegiría? Eso ya lo tengo planeado. En este momento de mi vida quiero que sea un viaje, en colectivo, que no termine nunca, que sea eterno. Estaría yo, sentado del lado del pasillo, vacío, o casi.
Por más que el colectivo no vaya a ningún lado, quiero ver correr por la ventana el mismo paisaje una y otra vez, pero sin darme cuenta. Quiero tener la sensación de que pronto llegaremos, aunque no tenga donde llegar. Quiero sentir esa impotencia, esas ganas, quiero vivir ese tiempo, para siempre. Quiero tener tema para hablar, y hablar, y hablar, sin aburrirme.
Pero ésto sería muy aburrido, ¿Para qué quiero un Cielo para mí solo?. Obviamente, no quiero estar solo, tu recuerdo estaría al lado mío, pegado a la ventana, esperando llegar, aunque no llegues, y queriendo quedarte. Enamorándote y desenamorándote con la misma facilidad. Con arranques de celos disfrazados de bronca, con frases de esperanza que alimenten mi entusiasmo, con la ironía que me encanta, con los sueños de futuro juntos que a veces hasta vos creés, con los bolsillos llenos de chocolate, para ganarme unos puntos extras. Tu boca, tus ojos, tu pelo, tu cuerpo, tus manos, tus gestos, tus cosas, tus historias, tu sonrisa, tu mirada, tus peinados, tu locura, tu impaciencia, tus ganas, y también, por supuesto, tu lunar. Todo, del lado de la ventanilla, en el asiento que dejé a mi lado. Y yo, mirándote, tratando de enamorarte todo el tiempo, tratando de que me alcance el viaje para convencerte de que te quedes conmigo. Quiero tomarte de la mano, y que te pongas nerviosa, que te pongas toda colorada, porque me encanta verte así. De a ratos, hacerte enojar, pelearte, porque me gusta. Pero recuperar los puntos enseguida, porque tenés facilidad para enojarte, debe ser un Don. Quiero tener las mismas ganas de besarte, como hasta ahora, porque yo también soy un poco masoquista, y de una forma muy rara disfruto tu histeriqueo.
  Quiero estar seguro de que ese es el día. De que allí, antes de llegar, cuando sepas que estamos por bajar, y me mires para que me levante, voy a tomarte del cuello con una mano, mirarte a los ojos y acercar tus labios a los míos. Vas a cerrar los ojos, entre queriendo y no queriendo que pase, y te voy a besar. Y cuando separe mis besos de tu boca me pidas quedarte, para siempre, conmigo. Quiero estar seguro de que sucederá, aunque haya pedido que el viaje no termine nunca. Una contradicción que alimentaría mi esperanza y que se parece tanto pero tanto a la realidad.

Paraíso personalizado I

Cerrá los ojos. 
Pensá en nada, escuchá el sonido de mi voz, y nada más...
Tomate tu tiempo. No te asustes si sentís que te rozo la mano, estoy tratando de que me percibas de todas las maneras posibles. 
Voy cuesta arriba recorriendo tu brazo, colina empinada que culmina en la perfección. Tardo, sí, tardo,  pero sólo porque quiero recordar muy detalladamente, toda tu extensión. 
Llegué a tu cuello, en algunas líneas. Demasiado rápido, pero tus tiempos no dejan que me tome lo necesario para llegar hasta allí. 
Quedé clavado en tu respiración que aunque se siente nerviosa, empieza a acostumbrarse a sentir mi mano, que ya no está fría como al principio, sino que adoptó la temperatura necesaria para no perturbarte. 
Por detrás de tu cuello, donde cualquier vampiro querría atacar, yo me conformo con sentir. 
Vuelvo por tu mentón, perfecto, marcado, y lo recorro entero , no quiero perderme un centímetro. Me acerco un poco, necesito ver cada sombra proyectada en tu rostro. 
Te sentís un poco incómoda, podés relajarte, prometo no morderte, todavía. Hasta ahora sólo un dedo fue el que participó de la experiencia, pero al rozar tus labios, el resto de la mano ya no puede aguantar más y se une para seguir camino. 
Pómulos, de nuevo a los labios. Labios, tus labios, rojos, muy rojos, sencillamente preciosos y dignos de una princesa. Tienen el don de lastimarme en una frase y desarmarme en una sonrisa, de colgarme una esperanza o clavarme un chau. Y la otra mejilla, que a veces se pone tan colorada que me derrito de sólo verla. 
Los ojos, los más hermosos que vi, combinan perfectamente con tu mirada entre tímida y sencilla. 
Pestañas, rejas de una cárcel en la que ruego cadena perpetua. Cejas que remarcan tus gestos hasta hacerlos inolvidables. 
Bajo dos escalones por tu nariz y llego al cielo, y pensar que todos creen que el cielo está arriba. Están equivocados. El cielo está bajando por tu nariz. Bendito lunar que hasta en los sueños me persigue, que ataca mis recuerdos, que cierra mis ojos y me conduce ciegamente. Que no me deja pensar en otra cosa, y que daría todo porque fuese mío, solo mío. Redondo, perfecto, sencillo, oculto. Me doy cuenta de que no puedo seguir con ésto, de que tengo que hacerlo, pero dudo, pero te respeto, y vuelvo hacia atrás, para más decidido, decirte al oído. Que te amo. 

II



Cuando se pierdan en tus ojos mis recuerdos
y tu boca no complete mis por qué.
Cuando mi tiempo no necesite de tu tiempo
y mis manos ya se olviden de tu piel.

Cuando ya no pueda despertarme enredado
en tu pelo, en tus pestañas o en tu ser.
Cuando ya los lunares en tu cara
no se burlen de que voy a enloquecer.

Cuando tu forma de vestir sea el recuerdo
del recuerdo del recuerdo del ayer,
y el sonido de tu risa sólo el eco
de un sonido que me obligo a no perder.

A partir del momento en que no existas
y hasta que vuelvas algún día a aparecer
seré sólo las ganas, de haberlo intentado

seré sólo la sombra, de lo que un día no fue.

I




No quiero saber por qué pasó
No quiero ni pensar adónde irá
No quiero que me pidas ni perdón
Solo quiero, saber que pasará.
Ya no existo, sin recuerdo de tus ojos
Sos el aire, que me cuesta respirar
Sos la Luna, el Cielo y el Infierno
Sos la ganas de vivir una vez más.
Si me pierdo en tus recuerdos todo el día
Es el precio que tengo que pagar
Por no poder sobrevivir sin los momentos
En los que pude simplemente abrazar
A la mujer que ya es parte de mi vida
Por haberme robado el corazón
Pondré parches que no sanan las heridas
Pero engañan por un rato a la razón.